Se apagan los reflectores. El congresista que está a mi lado se levanta enfurecido, me insulta. Hoy, esta noche, lo he dejado en ridículo. Vocifera palabrotas dignas de un ser horrendo como él. Se quita el micrófono del pecho y lo lanza contra el sillón.
Click, click, click. Los chicos de la prensa logran captar ese gesto. El pusilánime parlamentario se enfurece aún más, pero se contiene, sin decir nada se aleja de mi, pero antes de salir voltea y me mira como si yo fuese el más asqueroso bicho que exista en el planeta.
Soy, como dicen en el acervo popular, un hombre de éxito. Tengo un moderno auto, poseo una casa ubicada en una de las zonas más exclusivas de la ciudad, y mis cuentas bancarias nunca descienden de las cinco cifras. Lo tengo todo, pero a la vez nada.
Soy popular. Uno de los rostros más queridos en la televisión de mi país. Odiado por los políticos corruptos que se quieren esconder en los callejones oscuros de la ciudad, pero que para su mala suerte, por lo general, esos pasadizos no tienen salida.
Mi salto a la televisión fue casual, yo no lo quise así, de hecho, siempre odié a la televisión, me parecía que era un mundo lleno de envidias, de rencores absurdos y de amistades hipócritas, y al parecer no me equivoqué, es así.
A regañadientes mis padres me consiguieron trabajo en un canal que un amigo de ellos dirige. Yo era parte de la producción del programa, me ocupaba de llamar a los entrevistados de la semana y de concretar una cita. Este programa periodístico salía al aire cada fin de semana. El conductor era una persona cuadrada, con lentes de montura gruesa y peinaba sus canas hacia el lado derecho. Nunca me cayó del todo bien. Y su horrenda cara de sapo tuvo un final inesperado.
Un fin de semana como cualquier otro, faltaba poco menos de media hora para que el programa comience y el conductor cara de sapo no llegaba. Eso era demasiado extraño, por lo general él entraba al canal con dos horas de anticipación a la emisión del programa.
El productor lo llamaba desesperadamente a su celular, lo llamó a su casa, pero él no aparecía...
Click, click, click. Los chicos de la prensa logran captar ese gesto. El pusilánime parlamentario se enfurece aún más, pero se contiene, sin decir nada se aleja de mi, pero antes de salir voltea y me mira como si yo fuese el más asqueroso bicho que exista en el planeta.
Soy, como dicen en el acervo popular, un hombre de éxito. Tengo un moderno auto, poseo una casa ubicada en una de las zonas más exclusivas de la ciudad, y mis cuentas bancarias nunca descienden de las cinco cifras. Lo tengo todo, pero a la vez nada.
Soy popular. Uno de los rostros más queridos en la televisión de mi país. Odiado por los políticos corruptos que se quieren esconder en los callejones oscuros de la ciudad, pero que para su mala suerte, por lo general, esos pasadizos no tienen salida.
Mi salto a la televisión fue casual, yo no lo quise así, de hecho, siempre odié a la televisión, me parecía que era un mundo lleno de envidias, de rencores absurdos y de amistades hipócritas, y al parecer no me equivoqué, es así.
A regañadientes mis padres me consiguieron trabajo en un canal que un amigo de ellos dirige. Yo era parte de la producción del programa, me ocupaba de llamar a los entrevistados de la semana y de concretar una cita. Este programa periodístico salía al aire cada fin de semana. El conductor era una persona cuadrada, con lentes de montura gruesa y peinaba sus canas hacia el lado derecho. Nunca me cayó del todo bien. Y su horrenda cara de sapo tuvo un final inesperado.
Un fin de semana como cualquier otro, faltaba poco menos de media hora para que el programa comience y el conductor cara de sapo no llegaba. Eso era demasiado extraño, por lo general él entraba al canal con dos horas de anticipación a la emisión del programa.
El productor lo llamaba desesperadamente a su celular, lo llamó a su casa, pero él no aparecía...
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